lunes, 24 de junio de 2013

Sumergido

Estamos en el Chelsea Bar, como ya casi es tradición los jueves. Hablamos inglés. Desde luego. Estamos entre guiris bercianos. Aunque sea así, el inevitable tema de la conversación es la crisis. El desempleo. El déficit del estado. Uno de mis compañeros tiene una posible explicación de algunos problemas presupuestarios en España. Dice: ‘Hay demasiada gente que trabaja en la economía sumergida. Sin pagar impuestos. ¿Nunca fuiste a un dentista? ¿O a una consulta privada de un especialista médica? ¿Una vez te han dado un recibo?’ Todos negamos con la cabeza. Cuando fui a un dentista para un tratamiento un poco más amplio me costó exactamente cien euros. Una cifra demasiado redonda para no ser sospechosa. Desde luego no recibí ninguna factura. ‘También es que los desempleados aquí casi están forzados a trabajar en la economía sumergida con subsidios tan bajos,’ dice otro. ‘Una familia no puede vivir de 400 euros.’ Hacemos una comparación de nuestros respectivos países para ver dónde los subsidios mínimos son los más bajos. España gana contundentemente esta competición negativa. Después de unas cervezas nuestra conversación gradualmente se desvía a los aspectos más agradables de la vida en El Bierzo: la naturaleza, las rutas en la montaña y, desde luego, la comida.

El próximo día voy a una tienda de ropa para buscar dos prendas para alguien que vive afuera de Ponferrada. ‘¿Quieres una factura?’ me pregunta la propietaria después de recibir el dinero. ‘Si, por favor,’ respondo. Por cierto, las prendas no son para mí. La mujer coge una tarjeta de presentación de su tienda y escribe sobre el reverso los precios. Nada más. No sello de la empresa. No calculación del IVA. Firma solamente con su nombre. Otra vez formo parte de una transacción en el circuito informal.

Los ejemplos de la vida cotidiana son los peces pequeños en el gran mar de la economía sumergida. Sobre los peces grandes leo diariamente en los periódicos, que llenan muchas páginas sobre estos asuntos. El tamaño de la economía sumergida en España se estima en un 20% del PIB. Para comparar: el de Holanda se estima en un 10%. Desde luego estas estadísticas no son exactas: la cantidad de dinero que circula ilegalmente es difícil de medir. Está claro que la economía informal está por todas partes.
  
Creo que en Holanda sobre todo los ‘sospechosos usuales’ están activos en el sector informal: los circuitos de las drogas y prostitución, la construcción, la limpieza. Aquí en España son los políticos mismos que participan ampliamente en transacciones ilegales. Es casi increíble que el extesorero del partido político que predica la austeridad tenga € 47 millones en bancos de Suiza. Debe haber acumulado todo esto dinero mientras trabajaba para el partido. También eran asombrosas las noticias de que Jordi Pujol (hijo del famoso político catalán) regularmente llevaba bolsas llenas de billetes de 500 euros a bancos en Andorra. Corren rumores que tanto Bárcenas como la familia Pujol no pagaban impuestos sobre estos ingresos.

No sé si fue por este último caso, pero desde el ambiente político hay propuestas de retirar los billetes de 500 euro de la circulación para frenar así la corrupción y la economía sumergida. Pobres corruptos. Tendrán que llevar bolsas cinco veces más grandes, llenas de billetes de cien euros, a los sitios seguros. Bárcenas no sería capaz de poner todo su dinero en las por cierto no tan pequeñas cajas fuertes de los bancos suizas. En una calle de Andorra podremos ver a la familia Pujol empujando desesperadamente una inmensa bolsa que es demasiado gorda para poder pasar la entrada de un edificio bancario. ¡Muy bien! ¡Así se debe tratar a los criminales! ¿Quién dijo que desde la política nunca venían soluciones? Mientras tanto tengo una gran ocupación. Vi en la televisión que los imputados de corrupción casi siempre llevan gafas de sol cuando entran o salen de las salas de justicia. Espero esto no signifique que también decidirán prohibir las gafas de sol, justamente ahora cuando acabo de acostumbrarme a mis gafas con cristales oscuros. 

miércoles, 12 de junio de 2013

El paseo

Es un sábado, alrededor de las siete de la tarde. Debería ser la hora en la cual las calles se llenan de gente para hacer shopping. Pero nada de eso. La mayoría de las tiendas está cerrada. Unas tienen los escaparates vacíos. ‘Se vende’ o ‘se alquila’ está escrito en los posters pegados en las ventanas. En los cristales de las tiendas que ya se habían cerrado desde hace mucho estos posters recibían compañía de otros: llamamientos para una manifestación, anuncios de clases privadas o de cosas de segunda mano, y el inevitable ‘Compro Oro’. Pero también las tiendas que todavía funcionan, cierran hoy día las puertas los sábados por la tarde. No hay suficiente clientela. La crisis se nota. Y, desde luego, el hecho que mucha gente prefiere ir al centro comercial cubierto con sus aparcamientos y la protección contra los caprichos del tiempo.

Con cierto sentido de nostalgia recuerdo como en los años ochenta en España las calles de pronto se solían llenar de gente callejeando. El Paseo, se llamaba este fenómeno. En una hora de la tarde determinada todo el mundo salía a la calle, paseando tan lento como posible y saludando a tantos conocidos como posible. Pasaba en todas las ciudades y pueblos, desde Las Ramblas y las calles alrededor en Barcelona hasta en las pocas calles de un pueblito pirineo. Una vez estuve unos días en uno de los barrios más feos en las afueras de Madrid dónde absolutamente no parecía pasar nada, hasta también aquí como si por encanto los vecinos salieron a las calles para ver y ser vistos. A nosotros, joven interrailers, nos encantó el Paseo y nos mezclamos entusiasmados entre la gente deambulando. Desgraciadamente nuestros cuerpos jóvenes llenos de energía no eran capaces de adaptarse a una velocidad de moverse tan exasperantemente lenta, por lo cual antes de nada ya habíamos recorrido todas las calles ida y vuelta varias veces. Después nos parecía más cómodo sentarnos en una terraza contigua para contemplar el fenómeno desde allí con una caña en la mano y dar puntos para elegir el mejor paseante, una competición que sin excepción fue ganado por una chica graciosa con la mirada oscura.


Ahora, mientras deambulo por las calles vacías de Ponferrada, echo de menos el Paseo. Sí, me pongo viejo, y esto parece significar que vas a tener la idea que antes todo era mejor o, en todo caso, todo era más agradable. Quizás tengo ahora la edad en la cual me pudiera adaptar a la velocidad de moverse como en el Paseo. Voy a probarlo; ¿por qué no?; no hay nadie que me ve. Tan lento como posible ando por la calle desierta. Una ventaja es que así tengo la oportunidad de mirar los escaparates y leer los posters y anuncios. Pero no, no puedo soportar andar tan despacio. Además, casi no hay nadie que hoy día se mueve a este ritmo. La moda prescribe hacer footing. Por la tarde se ve en los parques y los caminos alrededor de la ciudad pequeños grupos de personas, sobre todo de mujeres, que andan en un ritmo rápido mientras mueven los brazos de una manera exagerada. Cuando los veo no puedo evitar pensar: ‘Hop, hop, hop’. A ver si esta manera de desplazarse me va mejor que pasear lentamente. Hop, hop, hop. ¡Me gusta! ¿Dónde iré? ¿Al centro comercial cubierto? No, la gente allí se sorprendería ver un guiri moverse por las galerías en este ritmo. ¿Sabes qué? Voy por el Parque del Temple al río Sil y después por el puente al monte Pajariel. Así disfrutaré el paisaje primaveral. Es sano, agradable y gratis. Hop, hop, hop.