La primera vez que nuestra calle parecía un camping era ya hace ocho años. Todavía vivía en Ámsterdam y había viajaba en tren hacia Ponferrada después un recorrido con mis amigos holandeses por los pirineos. El tiempo de verano nos convenció a Ana y mí de ir a acampar en la costa de Galicia. Mis amigos holandeses solían llamar la tienda que llevaba en mi mochila the body bag (la mortaja), una palabra que se oía entonces frecuentemente en las noticias. Esta calificación era exagerada, desde luego, pero me parecía que nuestro tierno amor merecía una tienda de un formato un poco más amplio. Por suerte Ana tenía una vieja tienda en el trastero, que yo iba a montar en el césped en la calle para ver si la tienda estaba completa e intacta. De vez en cuando la cara sonriente de Ana se mostraba sobre la barandilla de la terraza para ver que tal progresaba, después del cual mostré mi pulgar para qué ella pudiera continuar cocinar una comida berciana deliciosa. En un momento dado un coche paró en la calle, la ventanilla bajó y una voz hosca me preguntó: ‘¿De veras piensas que puedas acampar aquí en medio de la calle?’ No esperó mi respuesta, la ventanilla subió y el coche se marchó, antes de que pudiera decir: ‘Efectivamente. ¿Usted sabe dónde están los servicios?’
La segunda vez
que nuestra calle parecía un camping era la semana pasada, cuando mi buen amigo
Freek y su hijo Ysbrand pasaban unos días en nuestra casa. Después de vivir ya
casi cinco años en Ponferrada, el sentido de estar permanentemente de
vacaciones que me había acompañada por estos años me parecía abandonar
lentamente. Hay un momento que también lo más extraordinario parece normal: por
la mañana antes de todo ver por la ventana si todavía hay nieve en los picos de
los Montes Aquilianos, el canto de los verdecillos en los árboles que anuncian
la primavera, el agua del Río Sil que nunca cesa de correr. Pero exactamente
como me había pasado en Ámsterdam, una visita de amigos del extranjero me hacía
consiente de la riqueza cultural y natural de mis alrededores cotidianos.
Ya empezó con
la alegría anticipada. La noche antes de su llegada el mapa del Bierzo estaba
en la mesa. ¿Dónde se puede ir con un padre y su hijo de seis años? La cascada
cerca del pueblo Cantejeira, el castillo templario Cornatel, Las Medulas para
buscar oro, el pueblito con el extraño nombre Colinas del Campo Martin
Moro Toledano porque ahí en la montaña andan los osos y los lobos. Todas estas
excursiones hacíamos por la mañana, seguidas por una comida amplia en unos de
los restaurantes bercianos. Les gustó mucho el caldo berciano, los pimientos
asados, los tigres (que deben ser exportados a Holanda cuanto antes), la tarta
de queso, la leche frita. Después de estas comidas volvimos a Ponferrada dónde
nos esperaba la actividad más divertida: jugar fútbol. Para esto no fuimos a uno
de los parques, no, jugábamos aquí abajo, en la placita entre los pisos. Quizás
es la plaza más fea de todo Ponferrada (y esto significa muy fea), pero la
fantasía de un niño es capaz de convertir los pisos en un estadio lleno de un
público entusiasmado. Además había la atracción de la fuente con la cascada de
imitación, en la cual inevitablemente el balón llegó a flotar, y se necesitaba
balancear sobre el borde para pescarlo. Hacía calor, aquellos días, por lo cual
de vez en cuando necesitamos beber algo. Esto hacíamos en la terraza de Café
Galápagos al otro lado de la calle, dónde a veces mis suegros también toman
algo. Estas tardes, cuando anduve con mis amigos Freek y Ysbrand con el balón
debajo de su brazo a la terraza de Galápagos, dónde mi mujer y mis suegros ya nos
saludaron con las manos, la calle volvió a ser un camping.
Buscando osos y lobos