Llueve. Es normal. Estamos en Galicia. A
pesar de las gotas salimos del coche. Por suerte no hace frío. Pero sí hay un
viento fuerte. Desde luego. Estamos en la costa Atlántica. Y es invierno. Andamos
hacia la puerta de la entrada. Para nuestra sorpresa el camping está abierto.
‘¿Podemos entrar?’ preguntamos al hombre que está en la casita de la recepción.
El también muestra sorpresa. ¿Qué queréis hacer?’ ‘Nada, solamente mirar.’
Indiferente mueva la cabeza afirmativamente y continua leyendo su periódico.
Reconocemos la cantina del camping. No ha
cambiado nada. La piscina sí ha cambiado. Han puesto un tobogán con colores
llamativos. ‘¿Recuerdas donde estaba vuestra tienda?’ pregunto. ‘No lo recuerdo
exactamente; estuve aquí varias veces, también después de nuestro encuentro. ¿Y
dónde estaba vuestra tienda?’ ‘Recuerdo que estuvimos en un campo sin árboles.
Debe haber sido allí, a la entrada del camping.’ Lentamente seguimos caminando.
La verdad es que el camping es casi ideal. A tres lados hay agua. A la
izquierda la playa. A la derecha el estuario de la ría. Al frente un cabo.
Volvemos en la dirección del coche. Ahora tenemos el viento de cara, que hace
la llovizna más desagradable. ‘Vamos allí para ver la playa,’ propongo. Andamos
entre dos bungalós y vemos la playa que en una larga curva se extiende hacia el
puerto de Baiona. Allí, en algún sitio,
debe haber sido. La fogata. Hace tanto tiempo. El verano de 1983.
Todavía tan joven. Tan ingenuo. Estuvimos de
vacaciones con Interrail, mi amigo Wybe y yo. Un mes podíamos viajar ilimitadamente
con tren por Europa. Habíamos estado en Barcelona. Después fuimos a la fiesta
de San Fermín en Pamplona. Y al fin llegamos a la costa occidental de Galicia.
Un camping agradable. Descansar en la playa. Pero después de unos días la
intranquilidad ya tomó posesión de nuestros cuerpos tan jóvenes. Si tienes
derecho de viajar ilimitadamente, tienes que hacerlo. En la estación de Vigo
compramos dos reservas para un tren a algún lugar lejano. Como despedido
cenamos pulpo en Baiona y nos acostamos pronto en nuestros sacos de dormir. El
tren saldría pronto por la mañana. A las doce de la noche unas voces nos
despertaron. Eran las chicas de Asturias de la tienda roja en frente de la
nuestra. ‘¡Hay una fiesta en la playa! ¿Queréis venir? ¡Y llevad vuestra
guitara!’ Nos vestimos rápidamente. En la playa el fuego de la fogata pintaba
la arena roja. Nos sentamos y empecé una
conversación con una chica del Bierzo. ¿El Bierzo? Más tarde esta noche saqué
las dos billetes del tren de mi cartera y dije: ‘Wybe, voy a tirar ahora los
tickets en el fuego, ¿vale?’ Wybe interrumpió un momento tocar la guitara para
responder: ‘Me parece muy buena idea.’ Era un gesto de la muñeca casi
indiferente con lo cual hacía que los billetes revoloteaban de mala gana hacia
el fuego. Un acto muy sencillo que, casi 25 años más tarde, daría un giro
inesperado a mi vida. Desde luego también había otros momentos decisivos. La
decisión de llevar la pesada guitara por toda Europa, por ejemplo. Sin guitara
nunca habríamos sido invitados a la fiesta en la playa. Y la decisión de venir
a España. La decisión de ir a acampar aquí en este camping, en esta costa tan
desconocida. La decisión de …..
Ana me sacude el brazo. ‘¿Qué? ¿Sigas mirando
la playa para siempre? ¡Vamos! ¡Comemos mariscos en Baiona!’ Abrazados salimos del
camping.
Precioso. Y Baiona lo merece. Felicidades
ResponderEliminarRoland, qué maravilloso el mundo sin fronteras. Un holandés, una berciana, Galicia y....
ResponderEliminarPreciosa historia, me llegó al corazón. Qué bonitas son las historias de amor juvenil :) Qué bonita tu decisión de tirar los billetes.
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